En los primeros meses de 1997, recibí uno de los encargos más inesperados e importantes de mi carrera como escultor. Me encontraba en esa encrucijada de la vida en la que un "sí" o un "no" lo cambian todo. Fue, el entonces alcalde de Antequera, Jesús Romero Benítez, quien tuvo el valor de preguntarme si era capaz de realizar una obra para la Plaza de Santa María la Mayor de Antequera, dedicada al poeta del siglo XVII Pedro Espinosa, quien había estado vinculado a la Colegiata de Santa María. La respuesta fue sí, consciente de que estaba dando un paso crucial en mi vida.
Al alcalde lo conocí al poco tiempo de terminar Bellas Artes, mientras trabajaba en el taller del escultor antequerano Jesús Martínez Labrador. Dicho taller estaba ubicado en una destartalada pero acogedora nave, hoy desaparecida, cercana al edificio de la Quinta.
Mi relación con Jesús Martínez Labrador se remonta a finales de los años 70, cuando yo apenas era un niño. Mi padre, conocedor de mi afición por dibujar, me llevó al “Taller Ambulante”, creado y dirigido con gran habilidad por Jesús. Era una actividad veraniega que recorría las plazas de la ciudad, acercándonos el arte a los niños durante las vacaciones. Nos entreteníamos dibujando plazas e iglesias, y en Antequera había mucho donde escoger. Aprendí a observar y a encontrar la belleza en lo que para muchos pasaba desapercibido.
Con el tiempo, mi vínculo con Jesús se fortaleció. Lo consideraba un verdadero padre artístico, un ídolo. Mantuvimos el contacto hasta llegar en 1989 a la recientemente creada Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Granada, donde él se incorporó como profesor de escultura, continuando así como una figura clave en mi formación. De hecho, fue mi profesor de escultura durante varios cursos. Posiblemente, si no hubiese sido por él, habría terminado en la Universidad de Sevilla, que contaba una Facultad con una larga tradición y reputación, y quizás no como escultor, sino como pintor.
Jesús me enseñó no solo la técnica, sino también lo que implica vivir la vida con una mirada artística. Una vez licenciado, tuve la oportunidad de trabajar como ayudante suyo en su taller durante algo más de un año. Esa etapa fue crucial en mi desarrollo, ya que su influencia marcó profundamente mi estilo y mi enfoque artístico. Aunque el tiempo nos distanció y tomamos rutas distintas, siempre le he tenido un gran aprecio y estaré profundamente agradecido por todo lo que me dio.
Todo este preámbulo es necesario, ya que todo lo anterior me llevó a ese momento del "sí" al Monumento de Pedro Espinosa. Cuando acepté el encargo, reconozco que tenía miedo. No existía ninguna descripción física del personaje, ni retratos de la época; partía solo de su obra literaria "Flores de poetas ilustres de España" (Valladolid, 1605). Por otro lado, yo tenía juventud e ímpetu, pero carecía de herramientas y taller, ya que en esos días había terminado mi trabajo con Jesús Labrador. Afortunadamente, el Ayuntamiento de Antequera me ofreció una nave perteneciente a los servicios operativos municipales, que aún existe hoy en día, ubicada en el camino de la Campsa, y la acepté con gratitud.
El año 1997 fue particularmente ajetreado para mí. Durante 12 meses, por las mañanas, me dedicaba a cumplir con mi prestación social sustitutoria del servicio militar en el colegio de La Salle, en la calle Carrera, realizando labores de secretaría, ayudando a los niños y a los profesores, e incluso sustituyendo a algún docente cuando faltaba. Sin embargo, mi mente estaba constantemente en la nave del ayuntamiento, intentando solucionar los problemas que me habían surgido el día anterior, esperando la hora en la que podría dedicarme por completo a la escultura.
Cada día, al entrar en la nave, sentía una mezcla de emoción, miedo y responsabilidad. Estaba completamente solo; los trabajadores del ayuntamiento terminaban a las tres, y no tenía ningún tipo de ayuda, pero sabía que estaba creando algo importante en mi vida, y eso me daba fuerzas. Poco a poco, la estructura de hierro, el alambre y la arcilla comenzaron a tomar forma bajo mis manos. El proceso era lento: cada día surgían problemas técnicos, matemáticos y estéticos de proporciones, que me hacían pasar la noche dándole vueltas al asunto. A medida que avanzaba, sentía cómo la escultura comenzaba a cobrar vida; era una extensión de mis pensamientos y emociones. Empezaba a entender el mito de Pigmalión. Con cada detalle añadido, sentía que la obra se acercaba más a la visión que tenía en mi mente. Hubo muchos momentos de duda, como en cualquier proceso creativo, pero también de inmensa satisfacción al superar los obstáculos y ver cómo la escultura se acercaba a su forma final. El alcalde me visitaba de vez en cuando. Jesús Romero, como historiador y profundo conocedor de la historia de Antequera, tenía una idea clara de lo que quería. Hubo alguna diferencia de opinión sobre la verticalidad de los pliegues del ropaje: yo buscaba más movimiento, mientras que él prefería una pose más asentada. No obstante, dentro de lo que cabe, tuve bastante libertad creativa.
Una vez conseguida la forma en arcilla, surgió el problema de cómo pasarla a bronce. Lo habitual hoy en día es que varios operario de una fundición realice un molde de silicona con madreforma de escayola. Sin embargo, por razones que aún desconozco, se decidió hacer un positivo en poliéster y enviarlo a la fundición Capa de Madrid. Esto duplicó el trabajo y la dificultad, ya que en la fundición tendrían que volver a repetir el proceso, haciendo otro molde sobre el poliéster.
Crear y manipular el molde yo solo ya era complicado, lo normal es que en un taller haya varios ayudantes para estos menesteres, pero trabajar con poliéster, usando mascarilla, soportando las altas temperaturas del verano y uniendo las piezas con gatos para evitar que se deformaran… fue agotador y una verdadera tortura.. El poliéster original aun se conserva en uno de los patios del Instituto Pedro Espinosa.
Finalmente, después de meses de arduo trabajo y dedicación, la escultura estaba terminada. Al observarla, sentí una profunda conexión con la obra; había sido como un parto, y yo había depositado en ella una parte de mi alma.
El día de la inauguración, presidida por los Reyes de España, sentí un inmenso orgullo. Allí estaba, en uno de los lugares más maravillosos de la ciudad, en la plaza donde había jugado tantas veces de niño, donde había aprendido a montar en bicicleta. Recuerdo que, cuando llovía, el suelo de tierra se llenaba de charcos, y jugábamos a cruzarlos en bici, llegando siempre a casa empapados.
En cuanto a la relación de la escultura con la plaza, hay mucho que decir: es una obra creada ad hoc para ese sitio, no la concibo en otro lugar. Lo primero que hice fue estudiar la plaza, me hice con un plano y realicé varias visitas para dibujar bocetos y sacar fotografías desde todos los puntos de vista. Tenía la idea clara de que el cuerpo de la figura, al igual que la fachada de la Colegiata, debería estar orientado hacia la Cuesta de Santa María, que desemboca en la Calle del Colegio, pero la mirada del personaje debería recibir a los visitantes que entran en el recinto por el Arco de los Gigantes, como si el murmullo de los turista hubiese llamado su atención y lo hubiese distraído por un momento de la lectura de su libro.
La primera vista que percibe el visitante al pasar por el Arco de los Gigantes es esa, un personaje que los mira, incluso podríamos decir que les regaña por romper su quietud, como si el bronce hubiese cobrado momentáneamente vida. Quizás es la vista que menos llama la atención del monumento ya que tiene que competir con la impresionante y colosal fachada de la Colegiata, la posición elevada del espectador y el fondo del Cerro San Cristóbal, cuyo color casi se confunde con el del bronce en ciertas épocas del año, no ayudan a realzar esta vista. Sin embargo, una vez que llegas a la plaza, y te acercas a la figura, el fondo se minimiza y la escultura funciona mucho mejor. La vista frontal con el marco de la puerta principal de Santa María, la vista lateral con la Peña de los Enamorados al fondo y la vista posterior con los plegados de la capa y el contraste blanco de las casas son mis vistas favoritas.
Una escultura, ubicada en una plaza, avenida o rotonda, tienen la capacidad de transformar ese espacio "vacío" en un punto de interés, activando la interacción humana y redefiniendo la percepción que tenemos de ese entorno urbano. Las esculturas nos narran historias en esos espacios de tránsito, siendo un puente en muchas ocasiones entre la arquitectura y el ciudadano.
A Pedro Espinosa no se le puede interpretar correctamente sin conocer su formación al abrigo humanista de la famosa cátedra de Gramática de Antequera, ubicada en la Real Colegiata de Santa María la Mayor de Antequera, en la misma Plaza de los Escribanos donde se encuentra el monumento. La Colegiata a parte de un hito literario del siglo XVII es un hito arquitectónico clave del Renacimiento andaluz, construida entre 1514 y 1550. Su fachada monumental es obra del arquitecto Pedro del Campo, quien combinó elementos del gótico tardío con influencias renacentistas italianas, lo que la convierte en un puente entre estilos. Constituye, por tanto un primer intento de arquitectura renacentista, en un momento en el que todavía estaba vigente en España el gusto por el gótico, al que sin duda hacen referencia los repetidos pináculos de la fachada. La fachada responde en su composición a la estructura de tres cuerpos verticales separados por contrafuertes, cerrados con arcos triunfales, con puertas de acceso desiguales de medio punto que se rematan por nichos avenerados. Es sin duda el edificio renacentista más importante de la ciudad. Sin duda evoca modelos medievales italianos como los de la catedral de Orvieto.
La escultura de Pedro Espinosa está concebida en una relación profundamente estudiada y respetuosa con esta fachada y con el paisaje circundante, logrando, desde mi punto de vista, un equilibrio entre los conceptos de composición, matemáticas y armonía estética en el espacio de la plaza donde se ubica.
La posición frontal de la escultura de Pedro Espinosa establece un vínculo claro con la monumentalidad de la fachada de la Colegiata de Santa María. La triple arcada de la fachada actúa como un marco arquitectónico que, visualmente, refuerza la verticalidad y la presencia de la escultura en el espacio. Esta relación recuerda a los principios de la proporción clásica, donde las líneas arquitectónicas interactúan con la figura humana, creando un todo coherente. En este caso, la simetría y la repetición de los arcos dialogan con la serenidad de la figura, que se erige con una postura solemne y estática, potenciando la sensación de monumentalidad.
Desde la vista posterior, la escultura de Pedro Espinosa se coloca en un eje que enmarca el Cerro de Vera Cruz, visible a través del hueco entre las casas. Este tipo de composición evoca los principios de la perspectiva renacentista, donde el fondo se integra al escenario para generar una sensación de profundidad y continuidad visual. La alineación cuidadosa entre la escultura y el cerro dota a la obra de una dimensión paisajística, lo que la convierte en parte del recorrido visual natural de los transeúntes, invitándolos a conectar la figura con el paisaje circundante.
La vista lateral presenta una composición donde la silueta de la escultura se destaca frente al icónico perfil de la Peña de los Enamorados. Esta elección no parece casual; la Peña, cargada de significación histórica y simbólica, funciona como un contrapunto visual a la figura de Pedro Espinosa, creando un juego de planos que resalta tanto la figura del poeta como el paisaje. Aquí se manifiesta una relación de escala y proporción entre lo humano y lo natural, donde la escultura adquiere una presencia casi contemplativa frente a la inmensidad del entorno.
Todo en esta obra está diseñado específicamente para su emplazamiento. La escultura no podría entenderse igual en otro lugar, ya que cada una de sus vistas ha sido cuidadosamente calculada para integrarse en el conjunto de la plaza y su contexto arquitectónico. La geometría de los arcos, las líneas de fuga creadas por el pavimento de la plaza y los edificios adyacentes, así como las referencias visuales al entorno natural, contribuyen a lograr una sensación de armonía total. Esta integración está inspirada en las obras renacentistas, que a su vez se inspiraron en obras clásicas Romanas y Griegas, donde la matemática y la proporción regían tanto el diseño de los edificios como la disposición de los elementos escultóricos en el espacio.
Imagen del Sol de Antequera
Imagen del Sol de Antequera
La escultura de Fray Luis de Granada se encuentra en la Plaza de Santo Domingo, en el barrio del Realejo, Granada. Fue creada en 1910 por el escultor Pablo Loyzaga, uno de los artistas más reconocidos de la ciudad en su época. La estatua, realizada en bronce, representa al fraile dominico de pie, con su hábito característico y las manos cruzadas sobre el vientre, en una postura solemne.
Monumento a Fray Luis de León, ubicada en el Patio de Escuelas de la Universidad de Salamanca, muestra al célebre poeta y humanista en pie, con la mano derecha ligeramente levantada, en actitud de pronunciar su famosa frase: "Como decíamos ayer...". , después de permanecer encarcelado durante cinco años. Procesado por la inquisición de Valladolid acusado de haber traducido a la lengua vulgar libros santos.Esta escultura, creada por el artista Nicasio Sevilla Sánchez y fundida en bronce en Roma, fue inaugurada en 1869 tras una suscripción nacional que reflejó el gran aprecio por la figura de Fray Luis de León, tanto a nivel local como nacional.