Titulé esta obra Aislamiento, y en ella plasmé una realidad inquietante. El personaje, reducido a la impotencia, tiene las manos atadas a la espalda, mientras un saco de tela cubre su rostro, como si la humanidad le hubiera arrebatado hasta el último vestigio de identidad. La idea me llegó al conocer las prácticas de interrogatorio que se realizaban en lugares como Guantánamo, lamentablemente seguimos viendo muchos lugares del mundo donde los derechos humanos son solo una sombra, y la dignidad del ser humano es pisoteada sin piedad. Es un grito silencioso, un homenaje a aquellos que sufren en la oscuridad, invisibles para el resto del mundo.
Pero esta escultura va más allá de la denuncia explícita. También la veo como una representación de nuestra desconexión, ese autoaislamiento al que nos sometemos día tras día, atrapados en las mismas rutinas, inmersos en la soledad que nos imponemos. Cada vez más, vivimos a través de pantallas, olvidando el tacto, la mirada, el latir de una conversación verdadera. Cada vez hay más personas que, como este personaje, habitan en una prisión invisible, separadas de la esencia de las relaciones humanas, olvidando lo que significa sentir la presencia del otro.
Y ahora nos podemos preguntar: ¿Somos una víctima de la opresión o un reflejo de nuestra sociedad contemporánea?