En esta escultura de bronce, el cuerpo fornido de un hombre se entrelaza con la cabeza robusta de un rinoceronte, una criatura imponente pero de mirada limitada, que se lleva a los labios una manzana. Este acto simbólico, aparentemente mundano, en realidad abre un abanico de metáforas. La pieza, titulada "Occidente", se alza como una crítica profunda a nuestra civilización occidental, un continente que fue cuna del progreso y la cultura, pero que ahora parece hundido en una especie de letargo pesado, un sueño que embota los sentidos y nos deja vulnerables a fuerzas invisibles y externas.
La postura de la criatura es fuerte y, a la vez, irónica. Inspirada en los luchadores de sumo japonés, su figura encarna el poder, pero también la torpeza. Como el luchador, Occidente se ha vuelto masivo, con un peso que ya no es sinónimo de fuerza, sino de un exceso que agota su propia vitalidad. Ese sobrepeso no es solo físico, es mental, cultural y espiritual. Es el peso de una historia gloriosa que ahora parece aplastarnos bajo su propia magnitud.
La manzana en sus manos, a primera vista, podría parecer una referencia clásica, quizás a Adán y Eva, la fruta del conocimiento. Pero en este contexto, la manzana se convierte en un símbolo más agrio, un recordatorio de nuestra glotonería. Occidente no come para nutrirse, sino por costumbre, por inercia. Come de sus propios logros pasados, de su sabiduría antigua, pero en lugar de digerir y transformar, mastica de manera insensible, casi ciega, incapaz de ver el vacío que se avecina. La fruta, que alguna vez representó el despertar de la humanidad, ahora es el fruto del exceso.
El rinoceronte, con su imponente cornamenta, representa la sabiduría acumulada a lo largo de siglos. Pero esta sabiduría, en lugar de ser un faro, está a punto de ser mutilada. Al igual que el rinoceronte cazado por su cuerno, Occidente se enfrenta a un destino donde su conocimiento será despojado, y lo que quedará será solo el cascarón de su antigua grandeza. Los buitres, símbolo del oportunismo y la decadencia, acechan en la periferia, esperando alimentarse de lo que quede. En esta imagen apocalíptica, no hay dramatismo, sino una resignación silenciosa. Como el rinoceronte, Occidente parece esperar, sin prisa, sin la conciencia plena de su vulnerabilidad.
Este letargo también es demográfico. Las raíces culturales de Occidente, que una vez florecieron, se están marchitando. El paisaje humano de este rincón del mundo se está transformando, no por su propia vitalidad, sino por la absorción de otras culturas importadas. Aunque estas culturas traen consigo una energía renovada, también amenazan con diluir lo que alguna vez fue la esencia occidental. Es una paradoja amarga: en su deseo de ser inclusivo y abierto, Occidente corre el riesgo de perder su propia identidad, de volverse un híbrido sin raíces profundas.
El rinoceronte no puede ver más allá de su nariz. Su visión es corta, miope. De la misma manera, Occidente, en su ceguera, no alcanza a ver las amenazas que se ciernen sobre él. Su estancamiento es su mayor enemigo, la fragilidad de su civilización que, al descansar en sus laureles, olvida que la verdadera fortaleza no reside en el tamaño de su cuerpo, sino en la claridad de su visión y en la capacidad de adaptarse al cambio sin perder su esencia.