El monumento a Ibrahim Aliatar, el legendario caudillo hispanomusulmán, se encuentra situado en una pequeña plaza de la Alcazaba de Loja. De origen humilde, Aliatar llegó a ser alcaide de Loja y caudillo del Reino Nazarí durante la guerra de Granada. La postura desafiante de la escultura refleja la fortaleza de un hombre que defendió su tierra en tiempos difíciles. Su vínculo con Boabdil, el último rey de Granada, no solo fue político, sino también familiar, ya que era el padre de Morayma, esposa de Boabdil. Aliatar murió luchando con valentía en la Batalla de Lucena en 1483, precisamente mientras intentaba rescatar a su yerno, quien fue capturado por las fuerzas cristianas durante el asedio de la ciudad.
Mientras investigaba para modelar la figura de Aliatar, mi mente comenzó a divagar sobre el paso del tiempo y lo que define nuestra identidad y cultura. Me angustia pensar en cómo todo el conocimiento acumulado a través de la experiencia se pierde una y otra vez, y solo una pequeña parte de lo arduamente aprendido logra trascender. El resto se desvanece, como un puñado de arena arrastrado por el viento. Aliatar, como tantos otros personajes históricos, se desvaneció; fue una llama que se apagó en el inmenso torbellino de la historia.
Al-‘Attār vivió en una época de cambios constantes. El reino nazarí luchaba por su supervivencia, aferrándose a un territorio que había sido suyo durante más de siete siglos. Sin embargo, incluso para alguien como él, que luchó con convicción, la historia tenía otros planes. La cultura que en su día dominó estas tierras se convirtió en un vestigio, en leyendas que sobreviven únicamente en las ruinas y en el arte.
A medida que trabajaba en la escultura, no podía evitar pensar en cómo, a pesar de los siglos que han pasado, los valores humanos que Aliatar encarnaba siguen siendo atemporales: el honor, la lealtad, la lucha por lo que se considera justo. Son valores que, aunque las culturas cambien, siempre encuentran eco en cada generación que desea dejar su huella. Sin embargo, en un mundo globalizado como el actual, donde todo se mezcla y se diluye, me pregunto cuántos de nosotros seremos capaces de mantener viva nuestra propia esencia. No se trata solo de nuestras tradiciones y costumbres, sino de lo que verdaderamente significa ser nosotros mismos. Me temo que nuestra identidad podría desvanecerse más rápido de lo que imaginamos. Las tradiciones son como un hilo frágil que necesita ser tejido con cuidado para no romperse, y si dejamos que se pierdan, nos convertiremos en un mero recuerdo, una sombra del pasado.
El encargo de modelar a Aliatar me llevó a reflexionar sobre mi propia existencia y lo efímero de nuestro tiempo. Al estudiar cada detalle de su vestimenta, sus armas y su postura, me di cuenta de que también estaba recreando algo que había desaparecido hace siglos, intentando capturar un fragmento de esa identidad perdida. Mi pasión por la reconstrucción histórica y arqueológica me impulsa a ser fiel a la realidad, a no dejar que los detalles se distorsionen, luchando para evitar que ese pedazo de nuestra historia se disuelva.
La escultura, en su inmovilidad, es una representación tangible de lo que alguna vez fue. Lo único que perdura es lo que somos capaces de transmitir, enseñar y cultivar de generación en generación, porque de nada sirve el objeto sin su contexto y sin un espectador que sepa mirar. El conocimiento requiere esfuerzo, voluntad y respeto.
Cuando comencé a desarrollar la idea del Monumento a Aliatar, modelé este boceto directamente en cera, es bastante distinto al proyecto que se llevó a cabo, de hecho modelé directamente la figura en tamaño real sin boceto de referencia porque el tiempo apremiaba. Pero en esta primera fase, después de investigar al personaje, me invadió una mezcla de respeto y nostalgia por un hombre que vivió el ocaso de una era. Lo imaginé en la muralla de Loja, contemplando el río Genil a sus pies. En esa postura reflexiva, quise capturar el peso de su deber, su lealtad hacia la ciudad, mientras el eco de las tropas cristianas avanzaba imparable hacia Granada.
En ese momento lo visualicé en su soledad interna. A pesar de estar rodeado de su gente, sus soldados y su historia, sabía que su tiempo se extinguía, como el último rayo de sol antes del ocaso. Esta sensación me acompañó a lo largo de todo el proceso creativo. Cada trazo del boceto intentaba reflejar esa dualidad: un hombre fuerte y decidido, pero consciente de que su mundo se desmoronaba.
Decidí inclinar su cuerpo ligeramente hacia adelante, como si estuviera evaluando la distancia que lo separaba de su destino. Un pie firme sobre la roca, anclado en la tierra que prometió defender, y la mirada dirigida hacia el horizonte, donde su futuro se desvanecía. Su mente, imaginé, vagaba por los recuerdos de tiempos gloriosos, mientras la realidad lo empujaba hacia el inevitable final.
La armadura que lleva puesta no es solo una herramienta de defensa, sino también una carga, un símbolo del peso emocional que soportaba. Su postura debía hablar de resistencia y firmeza, pero también de aceptación. Porque, aunque Aliatar sigue empuñando la espada, sabe que el acero no puede frenar el paso del tiempo ni detener el cambio.
A medida que moldelaba, sentía que me conectaba cada vez más con los pensamientos del guerrero, como si estableciera un diálogo silencioso entre el pasado y el presente. Sin embargo, el boceto desapareció. Lo presenté en el concurso del ayuntamiento de Loja, pero perdí su rastro. No sé dónde se encuentra ahora, ni en qué rincón ha quedado olvidado, o quién lo guarda.